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Chucho Tobón, el corazón que dirige la banda marcial de Prado Brasilia

Entre el eco de los metales y el pulso de los tambores, hay un hombre que aprendió a escuchar la vida en clave de música. Se llama Jesús María Tobón, pero en el barrio Brasilia de la Comuna 4 – Aranjuez todos le dicen Chucho, con ese cariño que solo se gana quien ha sabido acompañar el ritmo de los demás. Su historia no empieza en una tarima, sino en el barrio La América donde vivió su infancia y en donde el sonido de una banda marcial encendería su curiosidad.

“Nací en una casa normal de esas viejas y antiguas, al lado había un taller de vehículos y había un pasito entre el taller y un local que tenía mi padre allá, que tuvo como colchonería y luego como tienda. Recuerdo que, en ese tiempo, las revistas de caricaturas que llamamos nosotros, las alquilaban los muchachos del colegio para ir a verlas. Desde los cinco añitos nació ese amor, esa pasión por la banda. Yo recuerdo que mi mamá me bañaba y yo salía ahí a las escalitas de la casa cuando la banda salía a ensayar”.

Allí, en su hogar frente del Liceo Salazar y Herrera nació su amor y pasión por las bandas, con tan solo 5 añitos ya soñaba con instrumentos que no tenía, imitaba los sonidos con la boca, golpeaba ritmos sobre las mesas, y se quedaba horas mirando los desfiles de aquella banda escolar que representaría su lugar de iniciación.

“Uno de los muchachos, el hijo de uno del dueño del taller, Alberto, estaba en la banda. Entonces le decía a mi mamá, - Deje que el niño se vaya con nosotros, que la banda hace un recorrido y vuelve al colegio -. Estamos hablando de una banda que era muy numerosa, tenía casi 200 personas. En ese entonces, las bandas marciales o de guerra que mandaban la parada era la UPB, estaba el Salazar, en Bello estaba el Instituto Jesús de la Buena Esperanza y en Itagüí la del Instituto Cristo Rey. Entonces recuerdo que estando tan niño yo salía y me iba detrás de la banda y ese era mi anhelo, toda la vida”.

En 1981, siendo estudiante del seminario menor y viviendo ya en Bello, su perseverancia lo llevó a ingresar por su cuenta en una nueva banda, “Mi hermano y yo éramos los únicos integrantes que ejecutábamos en ese momento un instrumento que se llama la lira. Nada más él y yo, el resto era la banda con toda su percusión y todos los instrumentos eran de cuero, los redoblantes, los bombos, las tamboras. Durante dos años y en ese trajinar de la banda, empecé en lira, pero extra ensayo fui aprendiendo a ejecutar e interpretar todos los otros instrumentos. La corneta, la percusión del bombo, los tambores redoblante, aprendí cómo se manejaba el bastón”.

Pero fue a la edad de 11 años cuando El liderazgo y la dirección de la banda de la que hacía parte lo tomó por sorpresa pues a pesar de desenvolverse entre las diferentes posiciones, solo tenía 13 años y aún no tenía la habilidad de manejar un grupo, sin embargo, era el momento de abrir esa gran puerta. 

“Un día cualquiera nos dijeron, - Sergio se casa-, el director de la banda. Al Sergio casarse nos compartió su imposibilidad de continuar, entonces, y como por un efecto dominó, todo el mundo me miró a mí y dijo: ¡pues chucho!, que sabe tocar todos los instrumentos, porque yo ya en los desfiles salía algunas veces tocando corneta, otras redoblante, algunas veces salí tocando bombo. Sergio me dijo: - Usted es capaz- Yo tenía 13 añitos.

Con los años, se convirtió en un director formado, un director de banda, oficio al que ha entregado su vida entera. No solo dirige notas: dirige procesos, forma niños, jóvenes, adultos y despierta sensibilidades. “Para mí, una banda no es solo un grupo de músicos. Es una familia que respira al mismo tiempo. Cuando uno levanta la batuta, no está dando órdenes, está tejiendo confianza.”

Después de tantas idas y vueltas en la dirección de bandas marciales de distintos barrios de la ciudad Jesús llegó a la comuna 4 y al barrio Brasilia a la parroquia San Antonio María Claret. Transcurrieron algunos años que, a través de la docencia y la dirección de este grupo, le hicieron enamorarse más de la Comuna 4 y el barrio Brasilia. En 1992 conoció a la que sería su esposa y aunque terminaba un proceso se abría otro, dándole vida a la que sería la banda marcial más representativa de su trayectoria como director.

A finales de 1994 habiendo terminado otra etapa con una banda en San Javier, ya había arrancado un semillero con un ´grupito de niños´, eran 160 que tenía allí sin instrumentos. Los padres motivados hacían empanadas.

“Ahí fue donde nació lo que yo llamo mi hija adorada para Brasilia, la Corporación Prado Brasilia. Porque en 1995, después de Semana Santa, hubo mucha acogida por parte de la comunidad y se empezaron a adquirir los instrumentos. Y ya el 20 de agosto de 1995 se inauguró la banda, tuvimos nuestra primera presentación oficial y fue un proyecto muy bonito”.

Chucho recuerda con especial cariño los años en que las bandas eran el corazón de las celebraciones barriales: las fiestas patrias, las procesiones, los encuentros cívicos. “Antes, cuando sonaba la banda, el barrio se llenaba de vida. Todo el mundo salía, los niños corrían detrás, los abuelos se asomaban. Era una alegría compartida.”

En Aranjuez, su nombre se volvió sinónimo de disciplina, alegría y entrega. Fundó y fortaleció bandas escolares y comunitarias, participó en desfiles, festivales y encuentros donde la música se convirtió en un lazo común.

Esa convicción lo llevó a crear espacios de formación gratuita, donde muchos niños y adolescentes del barrio encontraron una segunda casa. “Yo he tenido muchachos que llegan con muchos problemas, sin rumbo, y cuando les das un instrumento, cambia todo. El que aprende a tocar aprende también a escuchar, y eso cambia su forma de estar en el mundo.”

Para Chucho, la música es una escuela de humanidad. Su método no está solo en las partituras, sino en la paciencia y el ejemplo. Enseña a través del afecto, del respeto y del compromiso compartido. “Yo no enseño para que sean virtuosos. Enseño para que sean buenas personas, para que entiendan que cada pieza tiene un sentido si se toca con el corazón.”

El ensayo sigue siendo su lugar favorito. Allí, entre trompetas, clarinetes y redoblantes, su figura mantiene la energía de quien dirige con el alma. Levanta la batuta, marca el compás y sonríe. “Yo todavía siento la misma emoción de aquel niño que siguió la banda por la calle. Cada ensayo es una oportunidad de volver a empezar.”

Hoy, con décadas de trayectoria, Chucho Tobón sigue siendo un maestro en el sentido más profundo: un sembrador de sonidos, un formador de almas, un testigo de cómo el arte puede transformar una comunidad. No busca reconocimientos ni homenajes; lo suyo es seguir acompañando, seguir enseñando, seguir creyendo.
“Yo no pienso en retirarme. Mientras tenga fuerza para levantar la batuta, voy a seguir. Porque la música me dio todo lo que soy, y lo menos que puedo hacer es seguir compartiéndola.”

Las fotografías que acompañan su historia lo muestran en acción: de pie frente a su banda, corrigiendo un tiempo, alentando una sonrisa, celebrando un acierto. A su alrededor, los instrumentos parecen extensiones de su cuerpo, y los jóvenes lo miran con la confianza de quien sabe que está aprendiendo algo más que música.

En su voz hay gratitud, pero también esperanza. “Yo sueño con que las bandas sigan, que los muchachos no pierdan ese amor por lo que hacemos. Que sigan tocando, que sigan creyendo que el arte sí cambia vidas.”

Cuando el ensayo termina, y el eco de los instrumentos se apaga, queda en el aire una certeza: Chucho no solo dirige una banda, dirige una forma de vivir. Su vida es una sinfonía tejida con afecto, paciencia y amor por la comunidad. Y mientras él siga levantando la batuta, el alma de Aranjuez seguirá sonando.

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