Doña Dora Valencia, mientras ella baila el patrimonio sigue vivo
En una ventana de Aranjuez, hace más de siete décadas, una niña observaba en silencio. Afuera, las niñas de las familias acomodadas ensayaban un bambuco; adentro, una niña descalza soñaba con el sonido de los pasos y el movimiento de las faldas. “Yo me asomaba por una ventana porque nosotros éramos muy pobres, no teníamos forma de entrar a ese círculo”, recuerda doña Dora Valencia. “El día de un evento en la cuadra, una niñita le dio susto y no quiso salir. Un señor me preguntó: ¿quieres bailar? Y yo le dije que sí. Me lavaron los pies, me pusieron unas chanclitas prestadas y bailé igual a las otras niñitas”. Aquel fue el primer acto de libertad de una vida que seguiría bailando.
Desde ese día, la danza se le quedó en el alma como un rumor de viento. Doña Dora creció en las calles del barrio, entre la sencillez y la escasez, pero también entre la música, los convites y la esperanza. Aprendió pronto que el arte era un refugio. “Desde ahí nació ese amor por la danza, por ponerme un vestuario, por bailar. Yo lo soñé siempre”, dice con una claridad que atraviesa los años.
La vida, sin embargo, la llevó por otros caminos. “Me casé muy joven, de 17 años; a los 21 ya tenía tres hijas”, cuenta. El deber y el afecto la hicieron ama de casa, modista, madre y luego abuela. Durante décadas su cuerpo no danzó, pero su memoria sí: el bambuco seguía repitiéndose, como una melodía que espera su momento para volver.
Y el momento llegó cuando la casa quedó en silencio. “Mis hijos se casaron, mi hijo menor se fue para España, y yo quedé sola en mi casa. Yo dije: Dios, ¿qué voy a hacer?”
En el año 2002, Doña Dora cruzó otra puerta que también cambió su vida: la del Club de Vida Copos de Nieve. Allí volvió a sentir el llamado del movimiento, del ritmo, del cuerpo que se expresa. Pero no bastaba con unirse a un grupo: ella quería crear uno propio. “Yo no quería un grupo cualquiera. Yo me soñaba con tener un grupo muy bueno. Entonces hice una convocatoria; se anotaron 25 mujeres, y yo dije: esta es la mía.”
Así nació el grupo de danzas Copos de Nieve, semilla y legado del folclor arancetano.
Los primeros ensayos fueron en condiciones humildes, pero con un entusiasmo inmenso. “Puse un pendón debajo del puente de la 46. Allá hacíamos gimnasia, ahí mismo bailábamos, y de ahí salieron los primeros dineros para el primer vestuario.” Con ese vestuario se presentaron en agosto de ese año, en las fiestas del adulto mayor, y desde entonces Copos de Nieve no ha dejado de florecer.
El primer aplauso del público fue una revelación. “Yo temblaba de susto, pero cuando la gente del Parque de Aranjuez aplaudió como aplaudieron a Copos de Nieve, yo lloré. Era lo más bonito que me había pasado en la vida.”
Desde entonces, cada presentación ha sido para Doña Dora una celebración de la dignidad y la alegría. Porque su grupo, más que un espacio de entretenimiento, se convirtió en un movimiento de mujeres que encontraron libertad en la danza.
“Yo nunca quise un grupito para que las viejitas se entretuvieran y salieran de la casa. No, señora. Yo quería gente que bailara realmente folclor. Que lo hiciera muy bien.” Esa exigencia amorosa convirtió a Copos de Nieve en un referente del arte comunitario y en una escuela de vida para sus integrantes.“La danza te libera. Te da fuerza, ganas de hacer cosas bonitas. Ya no eres una ama de casa que simplemente está ahí. Eres una mujer libre.”
En el relato de Doña Dora se dibujan decenas de historias transformadas: mujeres que dejaron el encierro, que se reconciliaron con sus cuerpos, que encontraron en la danza un camino para sanar. “Una compañera sufría de migrañas terribles; después de un mes de ensayar, ya no le daban. La danza sana el alma y el cuerpo, te sana de todo.”
Por eso, sus trajes, que antes eran solo del grupo, ahora viajan por las escuelas del barrio. “Mis vestidos ya no son del grupo solamente. Los presto para que los niños bailen, para que no se pierda ese amor por la danza.”
Doña Dora no solo dirige, también diseña, cose y reinventa cada pieza. “Yo fui modista toda la vida. Cuando empecé con la danza, me volví diseñadoña Dora, hasta remendona. Tengo vestidos de hace 22 años que todavía están perfectos, pero los reformo, les pongo boleros, franjas. Y cuando veo el resultado, ni yo misma me creo de lo que soy capaz.”
Su creatividad va más allá de la aguja: es la expresión de una mente que no envejece, que sigue imaginando nuevas formas de belleza y color.
Hoy, a sus 80 años, Doña Dora dice que vive sus “primeros ochenta”. “Soy libre. Ahora puedo hacer las cosas que no hacía nunca. Antes todo era mi hogar. Ahora pienso y actúo como Doña Dora Valencia.”
Su rutina está llena de movimiento: ensayos, oraciones, risas y café compartido. “Nosotras jamás nos reunimos sin hacer oración. Hacemos oración y empezamos el trabajo. Cuando no hay presentaciones, aprendemos nuevas danzas de distintas regiones. Yo le digo al maestro: enséñenos más, quiero aprender todo.”
Entre risas y recuerdos, Doña Dora afirma que no ha dejado de soñar. “Yo quiero ser feliz y quiero ser feliz con todo esto que hago, con la gente, con la cultura. Estoy viviendo los primeros 80 años, los primeros.”
Su mirada hacia el futuro no conoce resignación: “Todavía pienso en que quiero hacer un viaje al exterior con mi grupo. Quiero ir a España con Copos de Nieve. Lo sueño y espero que Dios me dé esa oportunidad.”
Y mientras sueña, sigue inspirando a otras generaciones con su ejemplo. Porque Doña Dora Valencia no solo enseña pasos de danza, sino también la coreografía de una vida que se niega a detenerse.
“No podemos quedarnos en el siglo pasado. Ya las personas mayores queremos vivir. No queremos esperar la muerte sentados. Yo quiero que mucha gente piense como yo: que merecemos darnos otra oportunidad. Después de los 50, los 60, los 70… todavía hay tiempo para soñar.”
Por eso, cada vez que se enciende la música en el salón social de Las Esmeraldas y los trajes coloridos giran bajo la luz, Doña Dora está ahí —en el centro, guiando, sonriendo—. No baila solo con los pies: baila con la memoria de su infancia, con las mujeres que acompañó, con los años que la moldearon y con los sueños que aún la esperan.
Porque en Aranjuez, mientras Doña Dora Valencia siga danzando, el patrimonio sigue vivo.
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