“Nano: el guardián del sonido del rock en Aranjuez”
En Aranjuez, cuando el sol se inclina sobre los techos y las calles huelen a historia, hay un hombre que camina despacio, inmerso en sus pensamientos, siempre con una camiseta negra de alguna banda de rock y ondeando su melena crespa. Lo conocen como Nano, aunque en los papeles diga Juan Fernando Pérez Ochoa. Para él, el barrio no es un lugar: es una escuela de vida, un escenario y una casa común donde aprendió a mirar, a resistir y a crear.
“Según la historia de mis papás, nosotros llegamos por allá como a mediados de los 70 supuestamente de Manrique, aunque no lo recuerdo muy bien, luego de que estuvimos un tiempo por Ciegos y Sordos y por el sector del hueco, me acuerdo cuando llegamos a la casa en la 50 con la 92 por San Cayetano, sería por el cambio o por la impresión, tenía uno o dos añitos y me recuerdo desde siempre como de ese sector, ahí inicia mi vida en el barrio.
Nano creció entre los años setenta y ochenta, cuando las calles eran territorio de fútbol, pandillas, amores y aprendizajes. De niño, su mundo era el de los amigos de cuadra, los convites, las esquinas llenas de conversación.
“Estudié en la José Eusebio Caro hasta cuarto de primaria, por allá a finales de los 70 teníamos que hacer que nos aceptaran en la preparatoria, que quedaba ahí a la vuelta. Ahí hice mi quinto de primaria y entré en la época del bachillerato, que lo hice en Manrique. Luego terminé lo que se suponía que era décimo y once y lo iba a terminar en el Alzate, pero nada, de allá, ¡mal, mal, en serio mal! Terminé, perdí el año, mejor dicho, ya me perdí, como muchos de los amigos; entonces entré en una época de rebeldía, ya empezaba a ser rockero, empecé mi vida en el rock, éramos unos niños cuando empezamos. Me echaron del Alzate y llegué al Agustiniano, allá tampoco me soportaron por rockero, por disqué peludo, pero nada, eran unos crespitos ahí. Pero así era el control en estos colegios religiosos, y a mitad de año ¡para afuera nano!, ¡aquí no lo queremos!, es muy problemático, muy revolucionario. Después de eso llegué al Ciro Mendía en Santa Cruz, allá hice décimo y once, me volví muy juicioso, de los mejores estudiantes, ese colegio era otro ambiente, fue donde conseguí la mayoría de amigos que tengo ahora en el rock, y fue muy bonita la experiencia”.
Con los años, fue entendiendo que no quería irse, sino quedarse y transformar. Desde joven tuvo la certeza de que Aranjuez no era un problema por resolver, sino un territorio por conquistar.
“Ya, estábamos grandes, terminando o estudiando en las universidades, ya tenía una visión con más conocimiento y tranquilidad, después de esa violencia generalizada que vivimos en el barrio y en todo Medellín. Llegó un momento muy tranquilo, yo lo recuerdo así; entonces comencé a involucrarme en la gestión cultural, ¡eso sí, igual rockero toda la vida!, haciendo cosas, lo que nos tocaba hacer en la época, en los parches, en las esquinas, en los sótanos, organizando eventos y conciertos”.
Esa mirada lo llevó a vincularse con los grupos culturales y sobre todo de rock que surgían en el barrio: colectivos de teatro, comunicación, arte y educación popular que creían en la posibilidad de cambiar las cosas desde el hacer. Allí empezó su formación: primero como participante, luego como acompañante, y más tarde como un gestor cultural nato, que entendió que el rock era un mecanismo de protección y no una moda.
Aunque muchos de mis amigos siguieron otro camino, muchos otros comenzamos a luchar como por lo de nosotros, sin agredir a nadie, sin molestar a nadie. Aranjuez se volvió un centro importante para el rockero, para el rock. Surgieron muchos parches en la época, galladas, combos, más nuevos los combos, pero les decían los parches, las galladas, el empastre de las esquinas. Fuimos los grupos los que nos encargamos de traer la música y enseñarla a escuchar a otros.
En los años noventa, cuando Medellín buscaba rearmarse después de las heridas de la violencia, Nano apostó por quedarse en Aranjuez y fortalecer sus procesos culturales. Fue parte de la generación que levantó espacios de participación para el rock en los barrios, que entendió que la palabra, el sonido y la imagen podían curar.
“Habían grupos y parches por sectores, estaban los de Aranjuez arriba, los de abajo, los de la 92 para allá, los de la 92 para acá, le empezamos a dar nombres a los grupos, estaban los Nazis, los Azazas, los Zumis, los Hongos, los Metal Mongers, y así muchos en toda la ciudad se nombraban según el barrio. Recuerdo que la música era muy difícil de conseguir, demasiado, pues en ese tiempo eran vinilos o cassettes. Entonces, nos unía la necesidad de juntarnos para conseguirla, y nosotros bien adolescentes, de dónde íbamos a sacar el recurso, en ese tiempo era costoso, porque todo era importado de Europa o Estados Unidos, Cada ocho días, con los algos, recogíamos la plata, entonces comprábamos vinilos, comprábamos los cassettes, o mandábamos a grabar las cosas con los de otros parches o los intercambiábamos”.
Así fue como el rock, más que un género musical, se convirtió en un símbolo de resistencia cultural. Nano lo entendió no desde la guitarra o el concierto, sino desde la gestión, la logística, la organización, el cuidado de los demás y la confianza entre todos.
Además de poder conseguir la música, también nos juntábamos por protección, para reconocernos y que nadie se metiera con nosotros. A eso le ayudaba nuestra apariencia agresiva y diferente, nos decían los satánicos. Luego comenzamos alquilar casas vacías, a usar la sala de la casa de alguno de los amigos, la plancha o el sótano. Nos reuníamos, a escuchar rock toda la noche; invitábamos a los parches de otros bares y llegaban, a veces sí y otras no. Como había que pagar el alquiler de la casa, entonces cobramos cincuenta pesos en esa época para pagar la casa y para comprar los vinilos de la época.
Con otros soñadores del barrio, fue parte de los encuentros y festivales de rock que marcaron la historia de Aranjuez: eventos que reunían a jóvenes de distintas comunas, donde la música servía para tejer amistad y aceptación.
14 Festival Rock Comuna 4 – Aranjuez – grupo: Invoker – Ph: Diego Echeverry
“A partir de 1995 y llegando al año 2000 la ciudad se abrió mucho, siento que ya fuimos más aceptados, la sociedad empezó normalizar el pelo largo, la cresta punquera y la forma de vestir de la gente. En Aranjuez y en la comuna ya había muchas bandas de rock, de punk, de metal de New Metal de Green Core de Hard Core, y yo me preguntaba: ¿pues… y entonces qué va a pasar con todo eso?, ahora tenemos todo a la mano: emisoras, apoyo, conciertos, bandas de rock todas las que quiera. Entonces como en el 2008 con unos amigos nos empezamos a preguntar, ¿qué vamos a hacer? Ahí entra en escena el parcero Henry Arteaga, el de hip-hop de los Crew Peligrosos y me dice -Hey, cucho, venga, usted que es vieja guardia del rock. ¿Aquí en la comuna qué vamos a hacer por el rock? - pensé dentro de mí: se preocupa más alguien que no tiene que ver con el rock que nosotros mismos. Con él y yendo a reuniones comencé a entender que era lo del Presupuesto Participativo y que lo que nosotros estábamos buscando, de pronto lo podríamos encontrar por ese lado”.
14 Festival de Rock Comuna 4 – Aranjuez – Grupo: Defamatory – PH: Diego Echeverry
A lo largo de los años, Nano se volvió una figura constante en el paisaje cultural del territorio. Estuvo detrás de innumerables proyectos, colectivos y espacios, siempre con la misma intención: sembrar confianza en la comunidad rockera, acompañar procesos y mantener viva la memoria de lo que se hace desde la gente.
“A mí me gusta más estar en el detrás de cámaras. Ver que algo sale bien y saber que uno ayudó, aunque nadie lo vea, es suficiente. Por eso en el 2008 sacamos adelante el Festival de Rock, Rock Comuna 4 en el Gilberto Alzate Avendaño, que fue la única parte donde nos aceptaron, y después de un año creamos la Corporación Cultural Rock Aranjuez. Ahí empezó todo el proceso de sacar el festival adelante, visibilizarnos más y gestionar los recursos. Al fin y al cabo, Aranjuez era y ha sido siempre un referente en el rock muy teso, no solamente para la ciudad, sino para Colombia, gracias a representantes como Masacre, Athanator, GP y Frankie Ha Muerto, y nosotros mismos como Tormento.
En su casa se guardan recuerdos de décadas de trabajo: afiches de conciertos, fotografías, flyers, camisetas de eventos, nombres de grupos de la vieja guardia, que en su momento hicieron vibrar el barrio. “Todo eso son pedacitos de historia. Uno no puede dejar que se pierdan. Si no se cuentan, se borran.”
Hoy, Nano es una especie de archivista del alma rockera arancetana, un guardián del pasado reciente que mira hacia adelante. Su legado está en su corporación y en las personas que crecieron viendo su ejemplo: jóvenes que encontraron en la cultura del rock una posibilidad de vida.
Me gustaría que las nuevas generaciones continuaran la lucha, no se rindieran, más que todo en el festival, que no muera el festival, que no muera la corporación. Ahora estamos enseñándole a los que nos van a reemplazar, porque nosotros no vamos a ser eternos acá, ya estamos de salida. Quiero que los jóvenes entiendan que es la cultura del rock, que la adapten a su forma y al tiempo que están viviendo y al que van a vivir, pero sin olvidar la esencia de todo eso, qué es lo que nos hace, qué es lo que nos hizo, por eso creamos un festival, por eso creamos una corporación para apoyar a las bandas emergentes, a los grupos.
En los últimos años, Nano ha dedicado buena parte de su tiempo a la formación y al acompañamiento comunitario. Sigue creyendo en la cultura del rock como una herramienta de transformación, pero ahora su mirada es más pausada, más reflexiva. “Yo ya no quiero hacer por hacer. Ahora pienso más en cuidar la memoria, en acompañar, en dejar huella desde lo que uno ya aprendió.”
Quienes lo conocen saben que siempre está disponible para tender una mano, para organizar un evento, un concierto o simplemente conversar. Porque su verdadera obra no está en los papeles, sino en la confianza que ha sembrado en los demás.
Quiero que la gestión cultural que hacemos hoy siempre mantenga su origen y la contracultura, no olvidar esa parte bonita de aquella época y limpiar el nombre de lo que somos. No olvidar lo que nos hizo, lo que nos formó, en la música, en la cultura, en la aceptación, en la diversidad, en la variedad, salir de la monotonía que es el mismo comercio, ese que nos obliga a vestir igual, hablar igual, escuchar lo mismo y a pensar como robots, siguiendo órdenes como caballitos con los ojos vendados. ¡No, no, no!, yo creo que el mensaje para estas generaciones es eso, que inventen, que no caigan en el juego de ser iguales, de ser robotizados, ser autómatas.
Al final de la conversación, Nano mira alrededor y sonríe. En sus ojos hay un brillo sereno, como el de quien ha aprendido a mirar la vida sin prisa. “Yo no sé si lo que hicimos cambió mucho las cosas, pero sí sé que le dimos sentido a lo que somos. Y eso, para mí, ya es suficiente.”
Su historia es la de un hombre que convirtió su cotidianidad en un acto de amor por su territorio; un hombre que nunca quiso ser protagonista, pero terminó siendo esencial. Porque mientras haya alguien como Nano cuidando la memoria del rock y acompañando a otros a crear, el espíritu cultural de Aranjuez seguirá vivo.
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