Yenny Olaya: la mujer que convirtió sus pasos en sueños:
En el barrio Popular N.º 1, cuando la violencia era una sombra en las calles y el eco de los disparos rompía los juegos de infancia, una niña soñaba con otro ruido: el de la música, los aplausos y los pasos de baile. Yenny Olaya creció allí, entre ocho hermanos, inventando su propio refugio.
“Yo era una niña muy sola, aunque éramos muchos en casa. Me gustaba encerrarme a bailar, cantar, componer canciones. Siempre he sido muy artística. Desde que me conozco, yo soy esto que soy ahora.”
Mientras afuera la vida era dura, ella se movía entre cuadernos llenos de letras y melodías inventadas. Sin academias, sin profesores, sin permisos para salir, Yenny se hizo su propia maestra. “No había escuelas de danza en el barrio, y mi mamá era muy estricta, no nos dejaba salir. Así que me enseñé sola. Mi habitación era mi escenario.”
Su primera vez frente al público fue en un concurso escolar. Armó un grupo de amigas y ganó. A partir de entonces, cada festival o fecha especial era una excusa para verla bailar o cantar. “Los profesores ya sabían que yo cantaba y me programaban sin decirme. Yo era la que animaba el Día de la Madre o el Día del Estudiante. Me gustaba que me escucharan.”
Pero el talento, a veces, florece en silencio. Al terminar el colegio, la necesidad la llevó a trabajar temprano. “Yo sentía frustración, porque quería dedicarme al arte, pero la vida me pedía otras cosas. Me casé joven, a los diecinueve, y luego llegó mi hija. Pensé que ya no habría tiempo para mí.”
Un domingo cualquiera, su destino cambió. Llevó a su hija a una clase gratuita de tango en el barrio San Isidro donde ya vivía. Ella solo iba como acompañante. “El profesor me dijo: usted también puede meterse a la clase. Y yo entré. Al final, me dijo unas palabras que me marcaron para siempre: usted va a vivir de esto. Y tenía razón.”
Aquel maestro era Hernán Álzate, director de Destellos de Arrabal. Desde ese día, Jenny no dejó de bailar. Cuatro años fue bailarina principal de la compañía, recorriendo escenarios, pueblos y festivales. “Yo esperaba con ansias los domingos, porque eran mis días felices. Yo había encontrado mi lugar en el mundo.”
Después vinieron nuevos caminos. Se unió a Neotango, conoció las milongas, los salones, el tango social. “Descubrí que no sabía bailar tango. Había hecho puro show, acrobacia, pero en el tango de salón encontré el alma.” Viajó a Buenos Aires, tomó talleres con maestros argentinos, estudió, observó, sintió.
De esa madurez nació su sueño mayor: crear un espacio para los niños y jóvenes que, como ella, no habían tenido oportunidad de aprender. En 2008 fundó Unitango, una compañía que empezó con la docena a niños del barrio y que con los años se convertiría en una familia de artistas. “Yo siempre soñé con que otros tuvieran la oportunidad que yo no tuve. Que empezaran a bailar desde pequeños, que encontraran en la danza un motivo para soñar.”
La maestra, la amiga, la mamá de muchos —como la llaman sus alumnos— ha visto pasar generaciones enteras. “Yo los recogía casa por casa. Si la mamá no podía llevarlos, yo iba por ellos. A veces sin plata para el vestuario, sin lugar para ensayar, pero con el corazón lleno. Yo invertía lo que me ganaba pintando cerámica o enmarcando cuadros para comprarles trajes.”
Yenny no solo ha formado bailarines, sino personas. “Yo no enseño solo pasos, enseño a ser feliz. A disipar los dolores a través del arte. A creer en uno mismo.” Esa es su pedagogía: bailar para sanar, para vivir con alegría
Mientras enseñaba, también se formó. Estudió una técnica en comercialización, luego la Licenciatura en Danza en la Universidad de Antioquia. “Fue muy duro estudiar y trabajar siendo mamá, pero lo logré. Terminé en plena pandemia. A veces pasaba por el metro y no quería mirar hacia la universidad, de tanto esfuerzo que me costó. Pero hoy lo agradezco. Fue un reto personal, una prueba de que soy fuerte.”
Su vida es una coreografía de resistencia. Relojera, pintora, marquetera, bailarina, maestra, directora… cada oficio la llevó a construir lo que hoy es: una mujer que vive del arte y para el arte. “Yo no creo que me vaya a retirar del baile. Todavía tengo energía. Todavía tengo sueños. Yo soy bailarina, por eso bailo.”
En los últimos años, su historia se ha entrelazado con la de Walter Grajales, también maestro y bailarín. Juntos crearon proyectos de danza folclórica, tropical y de tango; juntos han transformado escenarios y vidas. “Es maravilloso encontrar a alguien que entiende tu mundo. Somos muy afines, nos complementamos. Cuando trabajamos, los sueños se multiplican.”
Yenny no para. Dirige grupos, forma niños, enseña ritmos tropicales, crea espectáculos, baila en obras. Sueña con tener un espacio propio, una gran academia donde más personas puedan formarse, sin importar la edad. “Yo quiero que los adultos también bailen, que se suban a una tarima, que sientan los aplausos. Quiero seguir dándole felicidad a la gente.”
Hoy, con más de 17 años de trayectoria, se reconoce como una maestra del alma, una sembradora de alegrías. “La danza me lo ha dado todo. Me dio estabilidad, tranquilidad, felicidad. Cuando bailo, soy yo… pero también soy otra. Como si me habitara otro ser, un duende.”
Desde el barrio Popular hasta los escenarios internacionales, Yenny ha tejido una historia que se mueve al ritmo del tango, del porro y de la vida misma. Es testimonio de cómo el arte puede florecer incluso en medio de la dureza, y de cómo una mujer, con su fuerza, puede convertir sus heridas en movimiento.
“Aranjuez y yo estamos en paz. Esta comuna me ha hecho fuerte, y yo le he devuelto cultura, arte, alegría. Le he devuelto niños felices, familias unidas, campeones y sueños cumplidos. Por eso digo que soy un patrimonio vivo: porque todavía estoy aquí, bailando, enseñando y amando.”






